... es hermoso. Levemente repugnante, pero me fascina.
No pensaba llegar tan tarde. Pero
después de la tormenta y el viaje accidentado que tuve (esperé casi cinco horas
en el medio de la nada hasta que arreglaron el auto), debí alegrarme de que
siguiera abierto el único hotel de este pueblo. Es una burla llamarlo así. No
es más que una de esas casas viejísimas, casi en ruinas, que se mantiene en pie
de casualidad. Es tal su imagen de abandono que pensé que ningún ser viviente
(excepto las ratas) sería capaz de habitarla.
Pero adentro había
luz. Y sobre la puerta principal (hay otra que da a la calle pero por su
aspecto supongo que está clausurada), vi un cartel en el que más o menos podía
leerse en letras góticas: “La Posada del Cuervo”. Inmediatamente recordé a Poe
y pensé que el nombre le sentaba.
En fin, llamé a la
puerta (la madera está gris de tan reseca) y enseguida me abrió una mujer de
edad indefinida que, sin mirarme, me señaló a un hombre sentado junto al hogar
y desapareció por una puerta lateral.
Sin esperar a que me
invitaran de nuevo, me acerqué a él. Como ya te dije, es bastante llamativo.
Todavía joven (tendrá cuarenta o un poco más), muy delgado y blanco y con unos
ojos negros imposibles. Tiene el pelo muy oscuro también, enrulado y un poco
largo, y unas facciones finas que le dan un aire distinguido.
- Qué gusto – me dijo mientras dejaba su
vaso en la mesita, junto a la botella -.
No esperaba huéspedes en una noche como ésta.
Me imagino que hacía rato que estaba tomando,
pero no se le notaba.
- La tormenta me
sorprendió en el camino – le expliqué, tratando de ser amable.
- Como todo en la
vida – comentó -. Pero, en fin, supongo que quiere una habitación para pasar la
noche.
- No. En realidad, pensaba quedarme aquí hasta que consiga una casa -. Él me miró asombrado y
agregué: - Si no hay inconveniente...
Entonces me dirigió
una mueca extraña que pretendió ser una
sonrisa.
- No, claro.
- ¿Es usted el
propietario? – le pregunté, más por seguir la charla que por interés.
- Supongo que sí –
contestó con desgano -. No conozco a nadie que quiera disputarme ese honor.
Pensé que lo decía
en broma así que me reí un poco. Pero él siguió serio.
- Entonces está
pensando en vender.
Por sus ojos corrió
un brillo aunque no pude identificar de qué.
- ¿Vender? – repitió
con ironía y se rió, aunque fue más bien de amargura -. Realmente no sabe dónde
está, ¿no es cierto?
Por un momento, no
supe qué me quería decir.
- Ah, es verdad –
dije, al fin -. No es lo que llamaríamos un pueblo próspero.
Él volvió a
sonreírme, como si en el fondo se estuviera riendo de mí. Pero después me
preguntó:
- Si piensa eso,
¿por qué quiere quedarse?
Parecía genuinamente
interesado.
- Me enteré de que
el colegio necesitaba un maestro de música. Así que los llamé y me aceptaron.
- Es muy joven -
comentó, aunque no entendí qué relación
tenía.
- Acabo de recibirme
– contesté -. Como usted sabe, no es fácil conseguir trabajo en la ciudad.
Él no respondió. Sólo se puso de pie y tomó uno de los candelabros.
- Tendrá que
conformarse con esto - me dijo -. La tormenta nos dejó sin electricidad.
- No importa – le
aseguré -. ¿Cree que será por mucho tiempo?
Volvió a sonreír, pero esta vez casi con ternura.
- El tiempo, aquí,
tiene otra sustancia. Venga conmigo.
- No me gustaría
molestarlo – me apuré a decirle, antes de que se moviera -, pero no he comido
nada desde la mañana. ¿Cree que su esposa podría prepararme algo, aunque sea
sencillo?
Él me miró
sorprendido y se largó a reír.
- ¿Mi esposa? –
preguntó, con repugnancia -. ¿Esa bruja?
- Discúlpeme – le
pedí, lamentando de verdad mi error.
Pero él no me
contestó. Fue hacia la puerta por la que antes había salido la mujer y yo lo
seguí. Daba a una galería, abierta al patio por un costado, que servía de
porche para una larga sucesión de habitaciones.
Caminamos un largo
trecho dejando atrás tres cuartos, aunque me pareció que estaban desocupados.
Hacía frío afuera. A pesar de que ya no llovía, soplaba un viento húmedo y
desagradable. El piso de la galería, hundido en algunas partes, estaba lleno de
charcos de agua sucia.
Finalmente mi guía
abrió una de las puertas (que no está en mejores condiciones que la de entrada)
y pasó adentro conmigo.
Con la luz de una
única vela no pude ver mucho, excepto que es inmensa. Lo que sí sentí fue el
frío (adentro es más fuerte que afuera) y un desagradable olor a humedad, como
si hubiese estado cerrada por mucho tiempo.
- Mañana podrá
encender la estufa – dijo mientras dejaba el candelabro sobre una mesa -. Esta
noche es imposible. La lluvia mojó toda la leña.
Pensé que alguna
seca debía quedar para su propio uso, pero no tenía ganas de discutir.
- El baño está al
final de la galería – comentó mientras salía -. Que descanse.
La puerta se cerró y
el lugar me pareció más oscuro y húmedo.
Me puse a escribirte
ahora porque sospecho que no voy a poder dormir. Pero la vela se termina y
tengo que despedirme. Mañana le entregaré la carta a mi casero para que la
mande. Tengo que preguntarle su nombre. Parece haber tenido una educación muy
refinada pero la vida que lleva lo ha embrutecido un poco.
Cuidate mucho y
hasta pronto,
Damián
PD. : Cuando consiga
un teléfono, te llamo.
Al día siguiente, el
clima no era mejor. A decir verdad, había empeorado igual que ánimo. La noche
había resultado un poco peor de lo previsto, con el viento colándose en mi
dormitorio sabe Dios por dónde y el ruido del agua que se filtraba por las
goteras y caía en baldes de metal. Casi toda la noche di vueltas en la cama, tratando de encontrar algo de calor, lo que por supuesto fue imposible.
Al fin, acosado por
el frío y el disgusto, me levanté. Después de horas interminables de insomnio y
de incomodidades a las que no estaba acostumbrado, ya había pensado en tratar de
encontrar otro alojamiento (aunque no iba a ser fácil) o volver a la ciudad. Porque si le pedía algo
al dueño de esa ruina, seguro me iba a contestar con una frasecita cínica.
Por alguna
casualidad, el calefón del baño funcionaba y me pude dar una ducha caliente.
Cuando terminé eran apenas las seis y media y, aunque me mojé un poco mientras
caminaba por la galería (seguía lloviendo), llegué a la sala en condiciones
aceptables.
No había nadie, ni
el dueño ni la mujer a la que había llamado bruja, pero en la chimenea ardía un
buen fuego y el ambiente era agradable. Todo lo agradable que podía ser.
Cerca de la puerta
de entrada había lo que con buena voluntad podría llamarse un comedor. Tres
mesas redondas y dos o tres sillas con cada una. Supuse que ahí servirían el
desayuno (si era que lo servían) y ocupé una de las mesas.
Esperé algo así como
quince minutos y, al fin, mi casero apareció por una puerta cercana a la
chimenea. Después iba a descubrir que sólo él la utilizaba, pues comunicaba ese
gran ambiente que servía de recepción, comedor y sala de estar con sus
habitaciones privadas.
- Veo que decidió
madrugar – me dijo con una sonrisa. Si se estaba burlando no lo demostraba.
- No lo decidí –
respondí con voz seria, pero sin agredirlo -. Hace tanto frío en mi habitación
que no pude dormir.
Él se acercó y se
sentó a la mesa conmigo.
- Que lástima.
Pero era obvio por
su tono que no lo sentía. Lo miré sin contestarle y me pregunté cómo era
posible que tuviera esa piel de porcelana con la cantidad de alcohol que
consumía. Al menos que me hubiese equivocado al calcular su edad o que la noche
anterior hubiera sido una excepción en una vida de sobriedad.
Él notó que lo
observaba y me sonrió.
- Parece
sorprendido. Demasiado para alguien que huye de su pasado.
Eso sí me
sorprendió.
- ¿De qué supone que
me estoy escapando? – le pregunté, rogando que mi voz sonara fría y desganada.
Él se recostó contra
el respaldo de su silla sin dejar de mirarme y, en ese momento, entró la mujer
con el desayuno.
Nos sirvió en
silencio y no me contestó cuando le agradecí.
De nuevo nos
quedamos solos. Pero en lugar de seguir con la conversación, él dedicó toda su
atención a revolver el café al que no le había puesto azúcar.
No supe si era mejor
volver a interrogarlo o cambiar de tema. Pero él me ahorró la necesidad de
elegir.
- ¿Va a salir? – me
preguntó, sin levantar la vista de su taza.
- ¿Con esta
tormenta? Además, no veo para qué. Es domingo y lo poco que haya en este pueblo
debe estar cerrado.
Él se rió.
- ¿Así que ya está
pensando en volver?
Me sentí ofendido.
¿Cómo era posible que me leyera la mente?
- Se me ocurrió una
docena de veces durante la noche. Pero no.
Esperé que mi tono
de voz lo desanimara de hacer algún comentario.
- Mejor así – se
limitó a decir y tomó un trago de su café.
Por un momento me
alegró su indiferencia, pero después pensé que estaba demasiado solo para darme
el lujo de rechazar su compañía.
- Tal vez pueda
hacerme un favor – le dije con suavidad.
Él volvió a mirarme
y arqueó las cejas como si la idea lo sorprendiera.
- ¿Sí?
- Tengo unas cuantas
cartas – le expliqué mientras las sacaba del bolsillo -. ¿Podría mandarlas?
Las agarró después
de dudar un segundo y las dio vuelta
para leer el remitente.
- Damián... No le
aseguro que lleguen.
Me reí.
- ¿Tan malo es su
correo?
A él no le pareció
gracioso.
- Por lo que sé,
deja bastante qué desear.
Otra vez el tonito
irónico. Pero lo ignoré.
- Entonces, es mejor
que les hable. ¿Sabe dónde puedo conseguir un teléfono?
- No – me contestó
con sencillez.
Era tan obvio que se
burlaba de mí que tuve ganas de golpearlo.
- ¿Cómo no? – le
pregunté en cambio -. Debe hacer años que vive acá. ¿Cómo puede ser que no sepa
dónde hay un teléfono?
Pero mi enojo no lo
afectó.
- Nunca se me
ocurrió buscar uno – me explicó con tranquilidad.
- Es bastante
difícil de creer – comenté, cortante.
Él desvió la mirada
y ese gesto me hizo creer que, debajo de ese cinismo, era vulnerable. De repente,
me calmé.
- Discúlpeme – le
pedí -. Me olvido de que la vida acá no es igual que en la ciudad.
Él asintió.
- Mañana voy a pedir
el de la escuela – agregué.
Se quedó mirándome.
- Ah, el teléfono –
dijo después, como si hubiera olvidado que de eso hablábamos.
Hizo a un lado su
taza y se levantó.
- Le busqué algunos
libros – me dijo -. Si no tiene la costumbre de leer, es mejor que se la haga.
Las horas pueden ser muy largas.
Me pareció que su
voz escondía cierta angustia. Me dio los libros y los miré. Las flores del
mal, Fausto, Manfredo.
- Muy adecuados.
- ¿Verdad que sí? –
preguntó con una sonrisa indefinible -. Combinan bien con el ambiente.
Seguía siendo frío y
sarcástico como siempre y pensé que ese momento de debilidad sólo había estado
en mi imaginación.
- Que tenga buen día
– me deseó y se fue, sin dejar de sonreír.
Tenía razón. Las
horas pueden ser muy largas. Acostado en mi cama para mantener el calor, leí
casi todo lo que me dio.
Cerca del mediodía,
la mujer me llevó el almuerzo. Le hice un par de comentarios, tratando de
arrancarle alguna palabra, pero ella parecía no tener conciencia de lo que
pasaba a su alrededor.
Comí unos bocados,
sin poder ignorar los ojos rojos que me miraban desde los tirantes del techo.
Al fin, dejé el plato casi lleno en el suelo. Las ratas lo apreciaron más que
yo.
La tarde fue todavía
peor. Dormité de a ratos y me desesperé contando los minutos. Recién entonces
comprendí lo que me había dicho. Aquí el tiempo tiene otra sustancia.
Después de una
eternidad, llegó la noche y me dio la oportunidad de ir en busca de mi cena y de
un poco de compañía.
Pero lo último no
era fácil de conseguir. En el salón no había nadie y tuve que sentarme a
esperar mientras escuchaba el tic tac del reloj de péndulo.
Estaba quedándome
dormido cuando la puerta se abrió. Pensé en él porque suponía que, aparte de
nosotros, no había nadie en la casa. Me equivoqué y me sorprendí cuando la vi
entrar. Era hermosa y refinada. Incluso el vestido pasado de moda parecía
perfecto en ella.
Me puse de pie y la
saludé. No me contestó. No me había visto
y supuse que tampoco me había escuchado, porque siguió caminando sin
hacerme caso. Se sentó en una de las mesas y enseguida entró la mujer y puso un
martini frente a ella.
- Gracias - le dijo con la voz más dulce que escuché
en mi vida.
Pero la mujer ni
siquiera la miró antes de irse y pensé que él había tenido razón al llamarla
bruja.
Me acerqué a su
mesa, repetí el saludo y le pedí permiso para acompañarla. Ella levantó la copa
y tomó un trago. Lo interpreté como un sí y me senté.
- Me alegra saber
que hay alguien más en esta casa. Cuando llegué anoche me pareció que no había otros huéspedes.
Esperé que ella
dijera algo o, al menos, que me sonriera. Pero ni siquiera levantó la vista del
martini.
Hice otro par de
comentarios estúpidos y ella siguió
callada.
Después le pregunté
si se sentía bien. Tampoco me contestó. Me ignoraba como si no pudiera verme ni
escucharme. Me sentí ofendido.
Entonces llegó él y
se puso más blanco de lo que ya era.
- ¿Qué está
haciendo? – me preguntó.
Su tono de voz era
normal, pero su mirada me asustó.
- Discúlpeme. No
creí que le molestara.
Fui a sentarme en
uno de los sillones frente a la chimenea y él hizo lo mismo. Aproveché aquellos
segundos para tratar de adivinar qué relación los unía. Ella era un poco grande
para ser su hija y bastante joven para ser su esposa.
- Pensé que yo era
su único huésped – le comenté al fin.
- Ella es... una
huésped permanente – me contestó, sin aclararme nada.
- ¿Alguna amiga o
pariente?
Él sonrió con
desprecio.
- ¿Qué está
pensando? ¿Que somos una familia feliz?
No dejé que su
cinismo me impresionara.
- No sé qué pensar –
le dije -, por eso le pregunto.
Él se puso serio.
- Lo único que sé de
ella es que está tan sola como yo.
- Y, ¿su nombre?
- Antoinette.
Pensé que era
perfecto para ella.
- Todavía no me dijo
el suyo.
- Gabriel.
Le sonreí. El lugar
era el más horrible que conocía, pero él me fascinaba tanto o más que la mujer.
- ¿Va a cenar
conmigo? – le pregunté.
- ¿Desesperado por
evitar la soledad? – retrucó.
No le hice caso.
- Me gustaría
conversar con usted.
Él se rió.
- No soy una
compañía agradable.
- Es una cuestión de
opiniones.
Antoinette eligió
ese momento para irse, pasando al lado nuestro como si no existiéramos.
- Una mujer extraña
– comenté cuando cerró la puerta.
- Sí – aceptó él -.
Pero hay cosas mucho más extrañas.
- ¿Cómo cuáles?
Gabriel se encogió
de hombros.
- No me parece bien
que yo se lo diga.
Me incliné hacia
delante para verlo más de cerca.
- Me asusta – le
dije.
Él hizo un gesto de
amargura con la boca y se levantó.
- ¿Se va?
Sus ojos negros se
clavaron en los míos.
- ¿Para qué voy a
quedarme? No puedo contestar sus preguntas y usted no sabe las respuestas a las
mías.
Lo dijo con mucha
suavidad, como si lo lamentara. Me pareció injusto insistir y volví a quedarme
solo.
Pensé en lo que iba
a ser mi vida de ahí en más y tuve ganas de llorar. Ni siquiera se escuchaban
ruidos en la calle. Todo mi futuro se limitaba a esa casa en ruinas, ese pueblo
en el fin del mundo y Gabriel como único compañero posible.
Entonces llegó la
bruja con mi cena y, por lo menos, me
distrajo de mis oscuros pensamientos. La miré poner los platos sobre la mesa y
le comenté algo sobre el tiempo. Su indiferencia era tan absoluta como siempre.
Me desesperé y, cuando estaba por irse, la agarré de un brazo y la obligué a
mirarme.
Sus ojos estaban
vacíos. No había conciencia. No había un espíritu dentro de ese cuerpo
decadente.
Por supuesto que
había cosas más extrañas que Antoinette. No tardé en descubrirlo.
A la mañana
siguiente, salí temprano pensando que iba a conocer el colegio y ver que
albergaba gente más convencional que “La Posada”.
Caminé por las
calles de tierra bajo un sol que luchaba por asomar entre las nubes y sentí
renacer algo de mi antigua esperanza. Por un momento, casi me reí de Gabriel y
su cinismo. Por un momento, mi futuro me pareció perfecto.
Después, lo primero
que me llamó la atención fue el silencio. Era un silencio imposible. No se
escuchaba el canto de ningún pájaro, ni el ladrido de ningún perro ni mucho
menos voces humanas.
Llegué hasta el fin
del pueblo y no me crucé con nadie en el camino. El campo estaba igual de
desierto. Después me di cuenta: en aquel lugar no había animales. Absolutamente
ninguno.
Entonces volví sobre
mis pasos y empecé a golpear todas las puertas. Algunas se abrían, otras
estaban cerradas. Pero todas las casas tenían algo en común. Estaban
abandonadas, sucias, desiertas.
Casi grité de
desesperación y por un segundo quise creer que no era más que una pesadilla.
Pero no. Sabía que estaba despierto y que era el único testigo de ese mundo
inmóvil.
Corrí con todas mis
fuerzas, rogando que Gabriel todavía estuviera ahí. Tenía el horrible temor de
que hubiera desaparecido como todos los demás. Casi me enloquecí pensando en la
soledad absoluta que significaría. Solo como si fuera el único sobreviviente
del fin del mundo. De pronto, Gabriel fue la persona más importante de toda mi
vida.
“La Posada del
Cuervo” seguía en pie, orgullosa en su decadencia. Entré a los tropezones,
llamando a Gabriel a los gritos. Cuando lo vi,
me pareció un milagro. Me acerqué a él temblando y casi sin poder
respirar. Me alegraba tanto verlo que lo abracé sin pensar. Él se puso tenso y, cuando lo solté, dio un paso atrás.
- ¿Feliz porque
tiene un compañero de desgracia? – me preguntó.
- No. Lo que
siento... no sé qué es.
- ¿No? Yo lo
llamaría debilidad y egoísmo – dijo en voz baja -. O tal vez no se da cuenta
del infierno que llega a ser esto con el tiempo. Yo preferiría seguir solo
antes de que alguien más lo sufriera.
Sus ojos mostraban
más frialdad con nunca. A veces se vislumbraba el hombre que había sido en otra
vida, su inteligencia, su fuerza, su generosidad. Pero se había convertido en
alguien completamente distinto.
- ¿Por qué no se va?
– le sugerí con temor.
- ¿A dónde? – me
contestó, enojado -. ¡Sos tan infantil!
Su mirada de
reproche me hizo sentir estúpido.
- Por favor, Gabriel
– le pedí con toda la suavidad que pude -, no quiero molestarte. Lo único que
te pido es que me digas en dónde estamos, qué pasó con la gente del pueblo...
- ¡No sé! – me gritó
-. ¿Por qué tendría que saberlo?
Su estallido me
sorprendió y supuse que a él también, porque cerró los ojos y trató de calmarse.
- No entiendo – le
confesé después de un par de minutos.
Gabriel me miró y
dijo con calma:
- Sólo sé una cosa.
Estoy muerto.
Tuve ganas de reírme, pero él lo decía con total seriedad.
- ¿Qué te hace creer
eso? – le pregunté.
Me sonrió.
- Cinco disparos. En
el pecho. No tengo ninguna marca.
Me estremecí de
pensar que alguien fuera capaz de hacer eso.
- ¿Quisieron
matarte?
- No, Damián. Me
mataron.
Pensé en algo que
decirle. Me asombraba que insistiera. Gabriel era razonable en todo lo demás.
- No lo puedo creer
– dije al fin -. No tiene lógica. Yo estoy acá y no estoy muerto.
Él me miró con
paciencia, como si le diera lástima.
- En algunas épocas perdí la cuenta
del tiempo – dijo -. Pero sé que hace
más de veinte años que estoy acá. No he cambiado en nada, ni tampoco Antoinette
o la mujer que nos atiende. Ni siquiera sé de dónde saca la comida que nos
sirve. No hay nadie más en el pueblo, ni ninguna forma de comunicarse con otros
lugares. Y ella no habla ni entiende lo que se le dice. Antoinette, en cambio,
es como yo. Conserva la conciencia. Pero no me ve ni me escucha. Supe su nombre
por las cartas que escribía al principio. Y si todo esto no fuera suficiente
para convencerme, una cosa sí lo haría. Sentí cada una de esas balas
desgarrarme la carne, sentí que me desangraba y que abandonaba ese cuerpo
mortal. Sé que estoy muerto, Damián.
Había una lógica
implacable en sus palabras. Pero todavía no podía aceptarlo.
- Entonces, ¿qué
explicación tiene mi presencia? Yo no estoy muerto.
- ¿Estás seguro? –
me preguntó a su vez y podría jurar que
había ternura en su voz.
Me convenció y me
puse a revisar mi memoria, todavía creyendo que podría rebatir la teoría de su
muerte. Y entonces lo comprendí. El accidente. Yo mismo me había asombrado de
no tener ni un rasguño después de los vuelcos que dio mi auto. Igual que
Gabriel, yo tampoco tenía marcas. Igual que Gabriel porque ninguno de los dos
tenía vida.
Lo miré un largo
rato a los ojos, incapaz de reaccionar. Él no hizo nada para tratar de
ayudarme.
En un instante, me
pasaron por la mente mil cosas y salí corriendo con la ilusión de que era
posible escapar.
Gabriel sonreía.
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