miércoles, julio 15, 2009

Sangre de reyes (1ª entrega)

Sangre de reyes (1ª entrega)

Caminaba bajo el sol candente del mediodía que cuarteaba la tierra y distorsionaba el aire frente a él. Paso tras paso, con calma como si no tuviera apuro por llegar a ningún lado, sin inmutarse como si hubiera crecido en el feroz calor del desierto. Tenía la piel curtida y los ojos esquivos. Pero aunque su piel era joven, el negro de sus ojos contaba otra historia. Una y otra vez se había despertado para ser un asesino sin piedad. Había sólo fragmentos en su memoria de esos largos años e interminables épocas en blanco, como si alguien le hubiese robado el alma.
Aquel pueblo era sólo otro pueblo en su camino sin fin. Y cuando entró en aquel bar, encontró lo mismo que había encontrado infinidad de veces. Hombres comunes con vidas comunes que miraban pasar las horas lentamente en el refugio de las sombras, bajo el aire caliente de algún ventilador, inútil alivio en aquellas horas de inclemencia.
Lo miraron como lo habían mirado siempre. Curiosos y desconfiados ante un extraño sin nombre ni patria. Tratando de imaginar el origen de las cicatrices que adornaban sus muñecas. Cicatrices que él mismo se había hecho intentado escapar de las sogas que lo sujetaban, cuando todavía no entendía lo que estaba a punto de ocurrirle.
Se sentó en el rincón más oscuro, respirando con lentitud el aire seco que lo quemaba por dentro. Un aire muy parecido a aquel que había respirado en el momento de nacer.
El silencio era espeso como un mar de lava y en él volvió a escuchar las voces de los sacerdotes recitando sus mil nombres en aquella lengua olvidada. Y con cada uno, el hierro al rojo perforándole la piel...
Ap-uat “el que abre el camino”
Mates “el que empuña el cuchillo”
... dejándole marcas que serían para siempre...
Ur-maat-f “el de ojos poderosos”
User-ba “el del alma fuerte”
... el recuerdo de un destino que no había elegido...
Hetemet-baiu “el destructor de almas”
Jent-an-maati-Heh “el que vive en la oscuridad por millones de años”
El olor de su propia carne quemada le llegó con tanta fuerza como aquel día y volvió a sentir las náuseas y el dolor. Como en una lámina gastada por el tiempo, las imágenes eran tan difíciles de distinguir como imposible era olvidar la soberbia inmensidad del desierto, testigo silencioso de su sufrimiento.
Antes había tenido un nombre aunque ya no lograba recordarlo. En medio de la bruma de su memoria, sabía que alguna vez él también había sido humano. Antes de los sacerdotes y la magia oscura que le había endurecido la piel y el alma. Poderoso e inmortal… Perdido en el tiempo y en sí mismo.
Miró con indiferencia a su alrededor, al hombrecito de piel aceitunada que en ese momento cruzaba la puerta. Algunos susurros agitaron el aire mientras buscaba un lugar apartado, como si fuera posible no llamar la atención.
Al fin se sentó, lejos de él y de todos, y durante algunos minutos lo observó con disimulo como si esperase alguna reacción, algún reconocimiento.
El hombrecito no le era extraño. En su largo viaje sin destino lo había visto algunas veces, siguiéndolo silencioso y furtivo.
Era el momento de detenerse y enfrentar a su sombra. Con la misma indiferente calma que lo guiaba desde el despertar, abandonó su lugar entre aquellos extraños y se refugió en la oscuridad de una casa en ruinas.
Esperaba que el hombrecito fuera tras él y lo hizo. Antes de que supiera qué le ocurría, su mano de hierro lo tomó por el cuello, arrancándole el aire, y lo elevó a la altura de sus ojos.
- Amo… - jadeó, atemorizado.
Un relámpago de memoria lo atravesó y lo obligó a suavizar la presión.
- ¿No me reconoces?
Pero no lo preguntaba en el idioma de los extraños, sino en la antigua lengua del imperio.
- Soy Seeri, mi señor.
Y entonces las imágenes lo asaltaron. Imágenes milenarias de su ciudad natal, del dulce valle del Nilo, de los templos de dioses olvidados en la crueldad del desierto.
Seeri, el escriba. Seeri, el esclavo destinado a conservar la memoria. Su mano se abrió con brusquedad y el hombrecito cayó en la tierra seca.
Sin dejar de mirarlo, se levantó y siguió hablándole en la suave lengua de los egipcios.
- Amo, te he seguido desde hace tanto tiempo… Debo advertirte, mi señor… Tantos hombres te persiguen…
Sí, entonces lo recordó. No sus nombres ni sus caras. Sólo recordaba su huida durante días sin fin. Porque sabía el dolor que implicaba ser prisionero de aquellos seres que querían arrancarle su secreto. Un secreto que él mismo desconocía.
Seeri lo observaba con una esperanza desmedida pero él sólo podía guardar silencio.
- Tienen a Celine – dijo el escriba un instante después.
Percibió la angustia en la voz suave y supo que aquel nombre significaba mucho para ambos aunque no pudiera recordarlo.
- Huías tan deprisa, mi señor… Tan deprisa que apenas podía seguir tu rastro – continuó Seeri -. El tiempo seguía su curso inexorable, User-ba, y yo nada podía lograr por mis propios medios.
Él lo observaba, haciendo un esfuerzo por comprender de qué le hablaba, pero su mente sólo le devolvía imágenes inconexas.
- Nada resultó como lo esperabas, señor. Ellos poseen una magia desconocida y poderosa y no tienen piedad.
El egipcio, desconsolado, bajó la mirada.
- ¿Huía, dices? – le preguntó, tratando de entender -. ¿Eso significa que te abandoné… con Celine?
En su pecho un orgullo antiguo como las arenas del desierto gritó ante aquella idea.
Seeri lo miró, horrorizado.
- No, mi señor – negó con vehemencia -. Esos hombres, esos magos, sólo buscan tu secreto. Nos dejaste a salvo de sus garras y te alejaste de nosotros para protegernos, creyendo que nos olvidarían. Quisimos seguirte y compartir tu suerte, pero no lo permitiste. Durante algún tiempo permanecimos ocultos, como lo ordenaste. Pero su magia es poderosa y su voluntad, de hierro. Al fin nos encontraron y arrancaron a Celine de mi lado.
El dolor en su voz lo conmovió.
- Entonces – dijo con firmeza -, debes llevarme con ellos en este mismo instante y, mientras dure nuestro viaje, me contarás mi historia.

Diario de Celine Campbell




24 de julio


Anochece. Éste fue otro día de nuestro agotador peregrinaje y los egipcios que Hermann Dietrich contrató como guías alzan nuestro campamento frente a una nueva tumba.
Con ansiedad nos preguntamos si será al fin la que buscamos. De no serlo, deberemos adentrarnos aún más en el desierto.
Llevamos casi un mes recorriendo este infinito mar de arena y con cada decepción nuestros ánimos han ido decayendo. Sólo Dietrich parece presa de una obsesión cada día más febril y nos obliga a avanzar de prisa y casi sin descanso.
Es poco lo que sabemos de este hombre. Se ha presentado ante nosotros como un eminente egiptólogo y el Museo Británico lo ha designado líder de nuestra expedición. Me mira con recelo, tal vez por ser la única mujer (eso no sería extraño) o tal vez porque sabe que comienzo a dudar de sus intenciones.
Todos estamos emocionados ante la posibilidad de hallar a este casi desconocido miembro de la realeza egipcia, hijo de Ramsés II y su esposa hitita. Pero no puedo dejar de preguntarme si es ése el motivo de su férrea determinación o es otro totalmente distinto que ni siquiera podemos imaginar.




25 de julio


Antes del amanecer comenzamos el descenso por los oscuros corredores de la tumba y un par de horas después estábamos frente a la última cámara funeraria. Permanece sellada con bloques de piedra decorados con la clásica escritura jeroglífica de la decimonovena dinastía.
Me sorprendí por lo bien conservadas que se hallaban las pinturas, pero eso no pareció impresionar a Dietrich.
- Y, ¿bien? – me preguntó con impaciencia unos minutos después -. ¿Qué dicen?
Sé que notó el asombro en mi mirada aunque traté de ocultarlo.
- Creo que se trata de algún tipo de maldición – respondí con calma.
Él se impacientó.
- ¿Sólo eso?
- Tal vez haya más – le dije, tratando de ganar tiempo -. Pero debo examinarlo con cuidado.
La idea no le agradó, pero no se dio cuenta de que le estaba mintiendo.
- Está bien – aceptó de mala gana -. Pero apúrese. Quiero ver lo que hay allí dentro hoy mismo.
Tanta ansiedad no era lógica y me hizo sospechar todavía más.
- No creo que eso sea posible – comenté con suavidad -. Debemos quitar con cuidado los bloques para embarcarlos hacia Inglaterra.
En ese momento, y por primera vez, se enfureció.
- ¡No pienso perder un minuto más! – me gritó -. Si quiere descifrar esos símbolos, hágalo rápido. Dinamitaremos ese muro a mediodía.
- Pero no puede hacer eso – protesté, indignada -. Queremos preservar la historia, no destruirla. Usted firmó un contrato…
El odio que vi en sus ojos me obligó a callar. Un escalofrío me recorrió y supe que debía ceder por el momento o aquella también sería mi tumba.
- Yo estoy a cargo de esta expedición, señorita Campbell – me recordó en un susurro -. Y usted no tiene ningún derecho a opinar sobre mis decisiones. Limítese a hacer su trabajo.
Respiré con alivio cuando me dio la espalda y se alejó. Era verdad que no podía hacer nada para detenerlo.
Coloqué la lámpara junto a la pared y comencé a copiar con cuidado los jeroglíficos, sin prestar atención a lo que significaban. Estaba sola con mis pensamientos, sólo el susurro del viento en los corredores me acompañaba y la tristeza de saber que al fin mi sueño no se había cumplido. No iba a devolverle su lugar en la historia a aquel hijo de reyes, sino a destruir lo que otros habían hecho para conservarlo.
Inevitablemente, mi plazo se cumplió y Dietrich me obligó a abandonar la tumba y regresar al campamento. Podría haberlo convencido de postergar sus planes para mañana aduciendo que necesitaba más tiempo. Pero, ¿qué diferencia puede hacer un día más para algo que ha existido durante tres mil años?
Dietrich permaneció abajo con sus hombres hasta que el sol se puso. No encontró manera de convencerlos de que siguieran durante la noche y se encerró en su tienda, furioso.
De nuevo me pregunto quién es este hombre. Llegó desde Alemania con las mejores recomendaciones y sin embargo es incapaz de comprender un jeroglífico tan simple como el que encontramos. ¿Cuál es su verdadero interés? ¿Qué es lo que espera encontrar dentro de esa cámara?




26 de julio


Ha sido otra jornada de agitada actividad (aunque por supuesto no se me permitió intervenir).
En cuanto el cielo empezó a clarear, Dietrich y sus trabajadores se internaron en la tumba con picos y palas.
Las horas del día fueron más largas y sofocantes que nunca imaginando el destrozo que estarían provocando en aquellas ruinas sagradas. ¿Sería el sepulcro de nuestro príncipe?
Eso me preguntaba mientras elaboraba una y otra versión de los jeroglíficos que había copiado en mi cuaderno de notas. Es sumamente sencillo y, sin embargo, de una oscuridad en la que no puedo penetrar. Sea él o no, hemos descubierto algo excepcional.
El atardecer llegó al fin dándonos alivio. Nunca antes había estado en el desierto y, a pesar de todo lo que de él conocía, la experiencia es totalmente distinta. El calor seco, el viento incesante y el silencio son algo imposible de capturar en palabras.
La noche fue bienvenida como siempre, aunque el frío sigue sorprendiéndome.
Estaba sentada frente a una improvisada hoguera cuando Dietrich se unió a mí. Comimos en silencio nuestra cena y después, mientras bebíamos una taza de café, me preguntó con una rara cortesía sobre mi traducción.
- Es lo usual – respondí sin darle mayor importancia -. Invocaciones a los dioses pidiendo protección para el alma durante su viaje por el otro mundo.
- ¿Nada sobre su identidad? – preguntó tratando de disimular su inquietud.
- Nada claro – dije con sinceridad -. Sólo se refiere a él como “el hombre que tiene mil nombres y uno solo”. Tal vez, si el profesor Huntington estuviera con nosotros podría decirnos lo que eso significa.
Dietrich se mostró desconcertado.
- Sí – convino -. Seguramente él lo sabría.
Guardó un minuto de silencio y después agregó:
- Pero usted me habló de una maldición…
- Ah, sí – le contesté como si no tuviera importancia -. “Quienes profanen este lugar sagrado serán abrasados por la llama de Osiris” – cité -. Es una maldición original, según creo, pero nada fuera de lo común. Al menos en aquel momento, servían para detener a los saqueadores.
Captó el reproche implícito pero se limitó a fruncir los labios. No sabía qué se traía entre manos pero estaba segura de que no me había buscado sólo para tener compañía.
- Parece estar convencido de que es él – le comenté -. ¿Encontró pruebas?
Me miró en silencio durante un momento. Algo lo hacía dudar. No quería confiar en mí pero finalmente decidió que era la mejor de sus opciones.
- Acompáñeme – dijo de pronto, mientras encendía su lámpara.
Se dirigió a la tumba y, por supuesto, lo seguí.
La luz era tan débil que apenas me permitió ver el desastre que habían hecho durante el día. Prácticamente habían demolido las paredes y reducido a escombros la historia que contaban sus pinturas.
Pero Dietrich ni siquiera se molestó en observar mi reacción. Lo que lo preocupaba era el sarcófago, que obviamente había tratado de abrir sin éxito.
- ¿Qué me dice de esto?
A estas alturas cualquiera habría notado que sus conocimientos arqueológicos eran casi inexistentes. Por mi mente se cruzó la palabra “impostor” pero no podía detenerme a pensar en eso. Estaba maravillada, como seguramente lo había estado él. Era un trabajo exquisito. Las figuras de los dioses incrustadas sobre la tapa estaban forjadas en oro y los dibujos en miniatura que adornaban las paredes laterales parecían contar todos los secretos del Antiguo Egipto.
- Señorita Campbell…
La voz agria de Dietrich me obligó a volver a la realidad.
- ¿Sería tan amable de darme su opinión?
Su fingida paciencia me alertó. Empezaba a pensar qué parte de culpa tendría Dietrich en la enfermedad de Theo. Sin duda había creído conveniente que permaneciera en El Cairo. Separándonos, se evitaba un problema.
- Es algo único – declaré sin comprometerme.
Él no logró ocultar su nerviosismo.
- Ya lo sé – me contestó con tono seco -. Pero, ¿cree que es él?
- ¿Cómo puedo saberlo? – le dije con algo de resentimiento -. Sus hombres lo han destruido todo.
Pensé que iba a enojarse pero, en cambio, contempló los muros despedazados con cierta tristeza.
Aquellos momentos de silencio me sirvieron para decidirme. Si le decía a Dietrich la verdad, ordenaría que abandonásemos el lugar y continuáramos la búsqueda. Y aunque ese maravilloso sarcófago contuviera los restos de otra persona y no los del hijo de Ramsés, seguía siendo un hallazgo extraordinario.
- ¿Puede traducirlo? – me preguntó un instante después.
- Veré lo que puedo hacer – respondí con cautela mientras me arrodillaba y acercaba la lámpara para ver con claridad los jeroglíficos.
Él permaneció a mis espaldas, muy quieto y silencioso aunque se notaba exageradamente ansioso.
- Habla de la batalla de Kadesh – comencé a contarle -. Menciona cada una de sus etapas, la victoria de Ramsés II y el tratado de paz que firmó con el rey Muwatalli. Como signo de buena voluntad, una de las princesas fue traída a Egipto para desposarse con él.
Observé los demás símbolos con atención y, como el tiempo pasaba rápidamente, Dietrich perdió la calma.
- ¿Qué más? – me exigió.
- Hay una genealogía de las esposas de Ramsés y de sus hijos… Una alusión algo oscura a Nefertari… - continué a pesar de que la emoción me entrecortaba la voz -. El primogénito de la princesa hitita desapareció a la edad de doce años y, al parecer, ella también.
- Entonces, ésta es su tumba – me interrumpió, impresionado.
- Aquí no dice eso – le aclaré -. Relata los últimos años del reinado de Ramsés y cómo, después de su muerte, decayó el poder del imperio.
- ¿Eso es todo? – se decepcionó.
- Prosigue con la historia de los faraones que lo sucedieron, Mineptah y Ramsés III, y sus esfuerzos por defenderse de los libios y otros pueblos…
Me quedé en silencio, conmovida como jamás lo había estado en mi vida. Podría haber seguido leyendo, pero mientras más se alejara el relato de la época del Imperio Nuevo, más se convencería Dietrich de que aquello no era lo que con tanto furor buscaba.
- Es probable que lo hayamos encontrado – susurré, tratando de sonar persuasiva -. Necesitamos hacer pruebas para determinar la edad de los materiales pero, sin duda, la escritura pertenece a su dinastía.
Él parecía haber sido paralizado. Sus ojos se clavaban en el sarcófago con desesperación.
- No debería ser tan difícil – comentó como si hablara consigo mismo.
- ¿Qué? – le pregunté.
De pronto recordó que yo seguía a su lado.
- No hemos podido abrirlo – me confesó.
Claro, era eso lo que habían tratado de hacer durante todo el día. De haber podido, habría destruido también el sarcófago porque lo que él en realidad esperaba encontrar se hallaba en su interior.
Me incorporé y le señalé el borde sobre el cual descansaba la tapa.
- Observe – le indiqué -. Ocho bajorrelieves con la forma sagrada del escarabajo. Es el símbolo de la inmortalidad. Pero no son adornos… son cerrojos.

Antes de que el sol asomara por completo, comenzamos nuestro regreso a El Cairo. Aunque técnicamente no engañé a Dietrich, sí le oculté parte de la verdad. No sé quién será y, para ser sincera, no me interesa descubrirlo.
Lo único que importa es que, hijo de Ramsés o no, él viaja con nosotros. Y sé que a Theo le alegrará vernos.





El Cairo
9 de agosto


Después de miles y miles de años, esta tierra misteriosa no está dispuesta a rendirse a los deseos del mundo occidental y moderno. El tiempo transcurre como debe transcurrir, las cosas suceden cuando deben suceder y no existe voluntad humana capaz de alterar ese orden ancestral.
Había entendido esto mucho antes de llegar a Egipto y, sin embargo, al ver nuevamente el frente del Grand Hotel, sentí que había pasado una eternidad perdida en el desierto.
Las sombras del vestíbulo me recibieron como una bendición y, en cuanto mis ojos se adaptaron a la fresca penumbra, vi a Theo.
- Celine, querida… - me llamó con su habitual suavidad.
Lucía impecable como siempre, vestido de lino color crema, sereno como si estuviese acostumbrado a ese calor agobiante.
Corrí a abrazarlo, tan contenta como aliviada de volver a contar con su compañía. Dietrich me seguía sin ningún apuro, como si volviera de un paseo matinal y no de una expedición agotadora.
- Profesor Huntington – lo saludó con una leve reverencia.
- Herr Dietrich – respondió Theo con cortesía-. Me alegra verlos.
- A mí también me alegra estar de regreso – comentó él con una discreta sonrisa.
Theo no parecía ansioso por conocer los resultados del viaje, ni molesto por no haber podido acompañarnos.
- Supongo que querrán subir a sus habitaciones – sugirió.
- Claro, con su permiso – dijo Dietrich mientras seguía su camino hacia la recepción.
No pude dejar de sorprenderme ante aquella calma.
- Theo…
- ¿Un vaso de té? – me interrumpió él, guiándome hacia la mesa que estaba ocupando.
Me dejé llevar sin protestas. Estaba exhausta y no sabía de qué manera comenzar a explicarle todo lo que había descubierto en aquellas semanas.
Theo sirvió el té helado y, cuando escuché el hielo tintinear contra el vidrio, pensé que nunca antes había deseado tanto algo como deseaba ahora la frialdad de aquella bebida.
Me senté junto a él y tomé un largo trago de té. Sentía los granos de arenas adhiriéndose a mi piel y abriéndose paso hacia mis pulmones con cada inspiración, pero la necesidad de revelarle la verdad era más urgente que cualquier otra cosa.
- Dietrich nos engañó – le dije con un hilo de voz -. No es el experto que pretendió ser, no es capaz de descifrar los jeroglíficos ni…
- Ya lo sé – me interrumpió Theo.
El asombro me paralizó por un instante.
- ¿Qué? – susurré, sin comprender lo que trataba de decirme.
Theo suspiró con pesar y bebió un sorbo de su té.
- Hace tiempo que sé que el interés de Dietrich nada tiene que ver con la arqueología – me confesó -. Te debo disculpas por no habértelo dicho antes. Creí que así sería mejor…
- Pero, Theo, ¿por qué?
- Por tu seguridad, Celine – me respondió con cariño.
Permanecí unos segundos en silencio.
- Entonces, Dietrich sí fue el culpable de que no pudieras viajar con nosotros.
Theo se inclinó y me tomó las manos.
- No. Tengo mucho que explicarte.
Volví a sorprenderme pero el agotamiento de la travesía por el desierto me impedía pensar con claridad.
- No podemos hablar ahora. Alguien podría escucharnos. Sube y descansa – me aconsejó con una sonrisa -. Esta noche te contaré todo.
Me puse de pie, entendiendo que era inútil seguir ahí, que el cansancio me dominaba. Me despedí de Theo con una sonrisa y subí las escaleras lamentando el momento en que tendría que decirle que lo había decepcionado, que el sarcófago que habíamos traído con nosotros no podía ser el del hijo de Ramsés.




Darme un largo baño había sido un lujo con el que había soñado durante las últimas semanas. Sumergida en el agua tibia y perfumada, el agotamiento me venció, trayéndome extraños sueños donde la maldición se repetía como un eco mientras recorría los húmedos pasadizos de una cripta buscando en vano la salida.
Me desperté sobresaltada por la campanilla del teléfono. El agua estaba helada y cuando salí del baño descubrí que ya era de noche.
Theo llamaba para avisarme que Dietrich tenía otros compromisos y no iba a acompañarnos.
- Voy a pedir que suban nuestra cena a mi habitación, así podemos hablar con tranquilidad.
Estuve de acuerdo.
- ¿Estás bien? – me preguntó.
Me reí sin ganas.
- Claro. Tuve una pesadilla, eso es todo.
Pero mientras me vestía, no dejé tener la sensación de que alguien me observaba.

Continuará…